El sueño cumplido de servir el almuerzo valenciano

Matías Rodríguez tenía diecinueve años cuando llegó con lo puesto a Valencia, setenta euros en el bolsillo y el alquiler de una habitación durante un mes. Solo un contacto, su hermano Martín, que había llegado dos años antes, y un propósito claro en mente, buscar un futuo mejor lejos de Uruguay. Estuvo indocumentado siete años pero nunca dejó de trabajar en la hostelería. «La hemos remado», dice, con un acento como si hubiera aterrizado ayer. En realidad, lleva ya en Valencia quince años, y en este tiempo ha logrado una familia, un negocio -el bar del mercado de Rojas Clemente-, y un futuro.

Martín y Matías darán hoy cerca de cien almuerzos en la terraza, con bocatas de alguna de las treinta variedades que exponen en las vitrinas de la barra: varios tipos de tortilla, revueltos, embutidos y algunas especialidades como sangre, 'lleteroles' o morro, que no son fáciles de encontrar en Valencia ciudad. También son típicas las torrijas o las tartas, que aprendieron a hacer levantándose a las cuatro de la madrugada para que el anterior dueño, Enrique, que se iba a jubilar, les pudiera enseñar todos los secretos de su cocina.

«Estuvimos casi un año detrás de este local, y conseguimos el traspaso porque le garantizamos que íbamos a mantener la misma línea». Cuentan además que Enrique se sintió muy identificado con ellos, porque él también comenzó de cero con su hermano. Así que cuando llegaron unos compradores con el metro y empezaron a medir el local, no se lo pensó. «Le ofrecían más dinero, pero se trataba de una cuestión emocional».

En estos tres años que llevan al frente del negocio, el barrio ha ido cambiando, la plaza Rojas Clemente es peatonal y la terraza le ha dado una nueva vida al bar. «Esta zona no tiene ya nada que ver con lo que era, los pisos se están revalorizando y tenemos muchos turistas». También clientes fieles que han conservado y otros que se han ido sumando. «Empezamos cinco personas, ahora somos doce en plantilla. Además, tenía claro que no quería que nadie pasara por lo que había pasado yo», explica. «Nunca me habían hecho un contrato de jornada completa y que encima se cumple», puntualiza una de las empleadas que pasa por allí y escucha a su jefe. Tampoco habían visto que el dueño se pusiera a pelar patatas. «Aquí todos hacemos de todo; eso sí, hay que currar. Puedes ver que nadie está parado». Son las doce de la mañana, ha bajado la faena de almuerzos y comienzan a prepararlo todo para las comidas. Entre ellos, la cocinera que tenía el anterior dueño, que ha seguido trabajando. «No sabes lo que es esa mujer, una máquina».

Matías cree que las razones del éxito del negocio tienen mucho que ver con la implicación personal, con ofrecer un buen producto y también con esa simpatía que llevan puesta. «Va en nuestra personalidad, pero es que aquí la gente viene a disfrutar, sabiendo siempre cuál es el lugar de cada uno».

El Covid les ha afectado poco, teniendo en cuenta que son un bar, porque ellos abren por la mañana y a las cinco de la tarde bajan la persiana hasta el día siguiente. Y los fines de semana libres. «¿Qué hostelero disfruta de estas condiciones? Somos unos privilegiados», dice Matías, que explica que tienen la concesión hasta 2036, con posibilidad de renovar veinte años más. «Nos jubilamos aquí, y es un orgullo decirlo», asegura.